Ayer me pasé por las Jornadas que organizaba SOS Racismo en el centro cívico de San Francisco bajo el título "Abusos policiales de carácter racista". Iba, sobre todo, con la curiosidad de abogada, con la idea de aprender técnicas, prácticas, actitudes para reaccionar en esos casos. Pero como siempre, la vida real y un testimonio contado por su protagonista y víctima resultan mucho más impactantes que cualquier ejemplo hipotético. Uno de los ponentes, africano, se enfrentaba por primera vez a un micrófono y a una sala bastante concurrida para contar su experiencia. Lleva diez años en España y cinco trabajando en montaje. Comenzó su relato con humildad confesando que eso de hablar ante público le imponía pero aun así supongo que necesitaba contar lo que efectivamente le había llevado hasta allí.
Deza, acababa de llegar de Valladolid donde había estado trabajando durante varios días. Llegaba contento con la idea de reencontrarse con sus amigos y cenar algo por ahí. Tenía que aparcar el coche y la pura casualidad le llevó a encontrar un sitio en la calle Dos de Mayo. Quienes vivimos por allí sabemos que la zona alta de la calle suele estar "caliente", hay tensión entre grupos de africanos y magrebíes y la vecindad anda también revuelta. Aparcó su coche enfrente de unos policías que estaban haciendo controles no se sabe si como consecuencia de alguna investigación o si, como es habitual, se trataba de un control intimidatorio, de una simple y repugnante demostración de su poder. Deza se encontró entonces con un amigo y ambos se metieron al coche a escuchar música. Un poli inactivo ( siempre suelen actuar en grupos) se dirigió a él casi inmediatamente: "Oye, cierra las ventanillas o apaga la música que esto no es ninguna discoteca". Deza, obediente, optó por cerrar las ventanillas y a su entender, esto descolocó al policía que posiblemente esperaba una reacción distinta. No contento, volvió a dirigirse a él de nuevo indicándole que, al salir del coche y volver a entrar para coger un zumo que tenía en el maletero, se le había quedado enganchado el cinturón. Deza, en esta ocasión, no hizo caso pues, como sabiamente apuntó a quienes estábamos escuchando, entendía que eso era su problema, que no creía que fuera una infracción de ningún tipo. Entonces se percató de que otro poli que asistía a la escena no le quitaba ojo, con tanta insistencia que aunque intentó evitarlo, sus miradas por un momento se encontraron. Él y su amigo ante el ambiente hostil que se sentía en la zona decidieron abandonar el coche pero al salir el otro poli inactivo y con, al parecer, ganas de pelea le increpó: "Qué miras, cara de mono!" En ese momento, Deza, comenzó a ponerse nervioso, a balbucear, tratando de controlar las emociones que le invadían al recordar el momento. "No podía creer lo que había oído. En ninguna parte me habían tratado de esa forma, ni en Francia. Jamás había pensado que un policía fuera capaz de eso. Para mí los policías eran personas al servicio de los ciudadanos"
A partir de ahí, las cosas se fueron complicando. Deza advirtió al policía que le denunciaría porque no podía permitir que alguien le insultara de esa manera, a lo que éste respondió poniéndole contra la pared: "No me digas, pues mira, quedas detenido. Esta noche vas a pasar la noche en el calabozo y cuando salgas mejor que te vayas al sur y vuelvas a cruzar la valla y te vuelvas a tu país." Mientras decía esto golpeaba sus tobillos. "Yo no soy tonto, una cosa es abrirte de piernas y otra darte patadas, me revolví como pude para tratar de pedirle que dejara de hacerlo y entonces me dió una patada en mis genitales, me tiró al suelo poniéndome una rodilla en el cuello con tanta fuerza que aunque nunca en mi vida había pedido socorro, tuve que hacerlo porque creí que me ahogaba, que iba a morir allí mismo, tirado en la calle".
Despues de eso Deza nos resumió cómo decidió denunciar lo sucedido, cómo se desarrolló el juicio, en el que obviamente declararon como testigos del policía sus otros compañeros, cómo su valentía, se castigó con la condena a una pena de 9 meses de prisión y cómo su confianza en el cuerpo policial y judicial se había quebrado para siempre y su dignidad había quedado machacada. Para entonces, sus palabras salían a duras penas, entrecortadas, amenazando con echarse a llorar de un momento a otro: "Lo siento, no puedo seguir...."
Os confieso que para entonces, yo también estaba con lágrimas en los ojos y agradecí que la sala comenzara a aplaudir.