Hubo un tiempo en que me extrañaba que cuando me refería con naturalidad a la Filarmónica, me encontraba gente de Bilbao que no sabía ni por asomo de lo que hablaba. Luego me fui percatando de que ese teatro, que para mí era tan familiar, se trataba de la sede de una sociedad reservada a unos pocos, y de que, en realidad, la rara era yo por acudir con 16 añitos a escuchar música clásica entre gente de la "high society" cuya media de edad superaba los 60 años.
Apenas unos pocos frikis normalmente pianistas jóvenes frecuentábamos aquella sala. En mi caso, mis padres fueron los que me apuntaron y me pagaron las primeras cuotas porque según la opinión de la profe era muy conveniente para mí. No era fácil hacerse socia, las plazas eran muy limitadas pero la edad de los socios jugaba a mi favor así que acabé consiguiendo el número treinta y algo de socia.
Existe una regla no escrita que establece que si eres de la clase alta bilbaína debes formar parte casi obligatoriamente de este chiringuito, con independencia de si te gusta o no la música clásica, y otra, que si eres mujer, debes de pasar por la peluquería antes de ir al concierto. Salvo honrosas excepciones la gente que aparecía por allí no tenía demasiada idea de lo que oía pero era obligatorio opinar: Ohh, qué maravilloso concierto, qué sensibilidad, cómo toca. Yo siempre me indignaba con los comentarios, que no dependían de si el intérprete era bueno o malo (siempre eran excepcionales!), sino de si los temas era suficientemente clásicos o románticos para los y las oyentes de pelo cano ( Chopin, Mozart, Bach, Liszt), o de si lo tenían en su colección de discos, de vinilo, por supuesto, y la versión se parecía o no a la que habían tocado. Ni siquiera yo, que estudiaba música y en algunos casos tocaba las mismas obras que ellos, podía conseguir hacer una crítica minimamente seria. Por allí pasaba gente como Jessie Norman, Richter, Pablo Casals, Victoria de los Angeles, Andrés Segovia, Rostropovich, Rubinstein, gente que hacía magia con su voz y con sus dedos y a los que únicamente se les podía achacar ( yo lo hacía internamente) que no supieran utilizar su capacidad más que para copiar, para interpretar cosas que otros habían creado, es decir, para hacer lo que hacía yo y que tanta impotencia me provocaba.
Para mí lo divertido de acudir a aquellos conciertos, salvo que tocaran algo más o menos conocido, era ver quién se dormía, o quién y en qué momento, para evitar las toses, comenzaba a abrir el caramelo de menta, de esos de papel duro que, cuando el pianista tocaba un pianíssimo, se escuchaba en la sala como el más atronador sonido, provocando el enfado de todos los de alrededor.
Que esto no desanime a nadie. Si nos olvidamos del ambiente rancio que se respira, el resto es increíble. Poder escuchar a gente como la que os he citado, del más alto nivel, en una sala pequeña y tan bonita como la Filarmónica es siempre un lujo y si tenéis la oportunidad de asistir alguna vez, no la dejéis pasar. Para quienes os gusta el jazz, dos espectaculares cantantes, Madeleine Peyroux y Stacey Kent, en breve y sin necesidad de ser socia.
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