Mi cerebro, o más bien, mi memoria funciona de una forma extraña. Quizás como la de todos. Conserva nítidamente imágenes de momentos, situaciones o paisajes que nunca he creído que fueran importantes, que no percibo como trascendentes pero que se han guardado ahí, intactos, como esperando que algún día les dé un significado. Por el contrario, echo de menos imágenes de momentos que considero deberían ser cruciales en mi vida y que, sin embargo, están totalmente borrados, no de mi recuerdo, pero sí de mi retina. No logro completar el cuadro, no sé en qué sitio sucedieron, si fue por la mañana, por la tarde, junto a quién me encontraba.
Sin embargo desde muy pequeña fui consciente de la importancia de los recuerdos, de los malos y los buenos. Los recuerdos, al fin y al cabo, son los que conforman esta vida corta y limitada que tenemos y poder recordar momentos consigue que, de una forma ficticia, podamos alargarla.
Éste lo tengo claramente grabado en mi retina, como una nítida fotografía. Era consciente del momento, era feliz y quise de alguna manera tallarlo en mi memoria. Lo hice de forma intencionada, incluso creo recordar que lo comuniqué a los que me acompañaban: “Mirad lo que vivimos, lo que tenemos, no desperdiciéis este momento …” Estábamos en pleno verano, sentados en una terraza de mesas y sillas plateadas. Detrás de nosotros, el bar del que prácticamente no salimos en todo el verano. Mañana, tarde y noche, el 007, como se llamaba en aquella época, nos acogía a nosotros y prácticamente a todos los jóvenes del pueblo. Me veo sentada junto a dos hermanos, Martín y Alfredo y otra persona que no acabo de reconocer. Ninguno de nosotros llega a los 20 años. Es una tarde soleada, el sol me está dando en la espalda porque la sombrilla no es lo suficientemente grande. No entiendo por qué no estoy en la playa. Ellos casi nunca iban, eso lo recuerdo. Eran amigos “autóctonos”, del pueblo al que íbamos de veraneo y, como normalmente pasa, no aprecian lo que tienen a su disposición cada día del año. Creo estar tomando un mosto con vodka. Fue mi bebida de ese verano y de alguno más. Era barato y nos proporcionaba por poco dinero el estado de embriaguez preciso para aguantar noche tras noche. Estamos riéndonos, quizás comentando la noche anterior, quizás ideando un plan diferente para ese día.
Al volver a aquel verano, no consigo evitar un sentimiento de rechazo, de no ser aceptada por algunos de los que entonces me rodeaban, de no ser comprendida y lo que es peor, la sospecha de merecerlo de algún modo. Sin embargo, siempre he tenido la sensación de haber sido querida por los que me acompañaban en esa foto de la memoria, Martín y Alfredo, y por su otro hermano, Aitor. Todos muy diferentes, pero con un fondo común, una sensibilidad bestial, que salvo en el caso de Aitor, quedaba oculta bajo un buscado comportamiento frívolo. Siempre los he conservado así en mi memoria, vulnerables bajo ese disfraz , entrañables . Nunca, a pesar de la distancia y la pérdida, he dejado de sentir un cariño especial por ellos y hoy, en este domingo lluvioso, trasladados ya a mi blog, me resultan más cercanos que mis propios hermanos.
“ Sonreíd a la cámara, chicos……Ya. Habeís salido genial”
EEEhh, que el blog es mío...jaaa
ResponderEliminarAbrazo, cosa linda.