Ayer, hablando de los niños y niñas de nuestra familia y del tema por excelencia de las Navidades, a saber, cómo están sus conocimientos en lo que se refiere a la existencia-no existencia de los Reyes Magos, Olentzero y demás personajes, no pude evitar volver a recordar cómo fue el momento trágico en que tras mucha insistencia, tuve que confesar a mi niño y mi niña que efectivamente, éramos nosotros quienes poníamos los regalos en el árbol.
Recuerdo que por entonces vivíamos en el Caribe. Allí, al menos en la zona turística donde estábamos, Santa Claus (vestido de Santa Claus a 30 grados de temperatura) baja de un helicóptero o llega en barco a la playa, donde le reciben cientos de personas, niños y niñas que obviamente visten bañador. La visión es un tanto surrealista y creo que ayudó en parte a que los niños percibieran algo extraño en todo aquel montaje.
Pero el momento exacto lo recuerdo perfectamente. Íbamos en coche y desde atrás nos formularon la pregunta maldita: “¿Es verdad que los reyes magos y Santa Claus no existen, que sois vosotros los que ponéis los regalos? Pero ama, dime la verdad ¿eh?” Ese último comentario te mata. Confiesas.
Lo genial fueron las reacciones absolutamente opuestas que tuvieron. Una intenta más o menos educar a su niño y su niña con los mismos valores, prevenciones, etc. y supongo que transmites tus traumas, defectos o virtudes más o menos con la misma intensidad a uno que a otra pero es evidente que el resultado que consigues es diferente. Cada vez tengo más claro que la transmisión es más genética, que social-cultural. Vamos, que salimos de fábrica con montón de características prácticamente inmodificables.
A lo que iba. Mi niño se quedó blanco como si hubiera visto un fantasma y se mantuvo en silencio hasta que a la noche, cuando fui a darle un beso a la cama me confesó con una tristeza que nunca antes había mostrado, que había sido el peor día de su vida. Mi niña, por el contrario tuvo una reacción inmediata, en el mismo coche, que me mostró y demostró el carácter práctico que apareció entonces y la ha definido más tarde: ¡Joé, mamá, pues vaya mierda de cochecito que compraste!
Recuerdo que por entonces vivíamos en el Caribe. Allí, al menos en la zona turística donde estábamos, Santa Claus (vestido de Santa Claus a 30 grados de temperatura) baja de un helicóptero o llega en barco a la playa, donde le reciben cientos de personas, niños y niñas que obviamente visten bañador. La visión es un tanto surrealista y creo que ayudó en parte a que los niños percibieran algo extraño en todo aquel montaje.
Pero el momento exacto lo recuerdo perfectamente. Íbamos en coche y desde atrás nos formularon la pregunta maldita: “¿Es verdad que los reyes magos y Santa Claus no existen, que sois vosotros los que ponéis los regalos? Pero ama, dime la verdad ¿eh?” Ese último comentario te mata. Confiesas.
Lo genial fueron las reacciones absolutamente opuestas que tuvieron. Una intenta más o menos educar a su niño y su niña con los mismos valores, prevenciones, etc. y supongo que transmites tus traumas, defectos o virtudes más o menos con la misma intensidad a uno que a otra pero es evidente que el resultado que consigues es diferente. Cada vez tengo más claro que la transmisión es más genética, que social-cultural. Vamos, que salimos de fábrica con montón de características prácticamente inmodificables.
A lo que iba. Mi niño se quedó blanco como si hubiera visto un fantasma y se mantuvo en silencio hasta que a la noche, cuando fui a darle un beso a la cama me confesó con una tristeza que nunca antes había mostrado, que había sido el peor día de su vida. Mi niña, por el contrario tuvo una reacción inmediata, en el mismo coche, que me mostró y demostró el carácter práctico que apareció entonces y la ha definido más tarde: ¡Joé, mamá, pues vaya mierda de cochecito que compraste!
Jaaaaaaaaaa con la niña!!
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