miércoles, 23 de febrero de 2011

Sentados

Estoy agotada , he caminado mucho, así que en el metro, aprovechando uno de los pequeños asientos que se bajan en la zona de pasillo, me siento, esperando disfrutar de ese momento, simplemente, para no hacer nada. A mi lado el otro asiento permanece recogido. Enfrente, a unos dos metros se sienta una chica de, aproximadamente, mi edad. Su asiento continuo también va vacío. Le veo empequeñecerse, arrimarse a la pared para no ocupar demasiado, para invitar a que alguien baje el otro asiento y se siente.
El metro hace su parada. La gente que entra por la puerta situada a mi izquierda permanece de pie, no utiliza el asiento de mi lado, pero justo por el pasillo de enfrente veo aparecer un hombre y una mujer que caminan como cansados, con la vista fija en los asientos disponibles. En un primer momento no consigo adivinar qué tipo de relación podría unirles ¿pareja? ¿madre e hijo? Él lleva dos paraguas en la mano, uno negro de hombre y uno morado, supongo que de su acompañante. Pantalones de tergal , gafas pasadas de moda, pinta de seminarista. Ella con un peinado a lo Estrellita Castro, el pelo muy pegado, no sé si por efecto de algún tipo de fijador o por la grasa. Ambos con exceso de peso, gordos. Según les veo acercándose, mi intuición me va diciendo que su olor no va a ser agradable y lanzo un deseo al aire, que no se siente a mi lado. El aire evidentemente no atiende mi súplica y la señora se aposenta aplastándome contra la pared. Confirmo mis sospechas, un olor a humedad me invade, me agrede. Su acompañante ocupa el asiento justo de enfrente aplastando a su vez a la chica. Sigo intentando adivinar su parentesco y edad pero ya no me atrevo a dirigir la mirada hacia mi lado derecho. Me concentro en inspeccionar al hombre. Podría tener 45 años pero no digo que no tuviera 25. Es difícil adivinarlo. No aparta ni un momento su mirada de la señora pero permanecen en silencio. Dos paradas, tres, cuatro….
El chico-anciano abre la boca para preguntar algo que no consigo oír. Ella le contesta:
 Tú tranquilo, tranquilo, ¿eh?
Un silencio de unos tres segundos y vuelve a la carga:
 Tú, mamá, me odias ¿no?
Ni un asombro de sonrisa en su cara. Me siento incómoda. No sé por qué mi intuición me dice también que podría ser violento a pesar de su pinta de seminarista. Querría levantarme y salir de aquella situación sin que me vean.
 No, hijo, ¿por qué?
 Por la cara con que me miras…
 No hijo, lo que pasa es que estoy triste…
Siento que estoy en un lugar y momento en el que no debería estar. El asiento de la chica de enfrente se queda libre y la señora decide sentarse al lado de su hijo. Ahora si les miro, les inspecciono, les examino. Trato de entrar en sus mentes, en sus vidas, intento adivinar a dónde van, por qué él está intranquilo, por qué ella está triste.
Abando. Me levanto y salgo. Mis pensamientos se quedan con ellos.

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